El III Reich
Bajo la finta del culto al deber y la jerga prusiana, el
nuevo Estado reflejaba los rasgos de su creador: eficaz, pero desordenado,
enérgico y centralizado. Hitler fue fiel a sus costumbres vienesas: se
levantaba a las doce, y amparado por un gran número de secretarios privados con
rango ministerial que filtraban a sus visitantes, recibía sólo a quien le
apetecía y sólo por un par de minutos. Su vitalidad aparecía durante la noche,
cuando su terror a la soledad le conducía a mantener extensos monólogos hasta
la madrugada.
No existían reuniones de gobierno. Las leyes se promulgaban
mediante sus escuetas órdenes y más tarde sólo bastaría con una observación
caprichosa. Sus incondicionales anotaban todas sus ocurrencias espontáneas y
las transmitían a la nación como órdenes del Führer. Existe una anécdota a este
respecto que, fundada o no, resulta sin duda ilustrativa: Hitler dice a sus
acompañantes, frente a la iglesia de San Mateo de Munich, que la próxima vez no
quiere ver esa pila de piedras. Él se refería a un montón de adoquines que
estaban apilados cerca de la entrada, pero su observación se interpreta como
una alusión a la iglesia y ésta es demolida sin más al día siguiente.
Así funcionaban los mecanismos de gobierno de una nación de
setenta millones de habitantes, y a pesar de todo, funcionaban; gracias a su
intuición, a su olfato, a su elección sistemática de soluciones viables. Su
política social surtía un efecto extraordinario sobre las masas. Ordenaba obras
que, según él, contraponían al «socialismo teórico» el «socialismo de los
hechos»: préstamos «al matrimonio» que impulsaban la creación de nuevas
familias; protección y descanso a las madres; envío masivo de niños (el primer
año 370.000) a colonias de vacaciones; casas-cuna, guarderías; obras con denominaciones
tan extrañas como «de socorro invernal», «del hogar», «fortaleza mediante la
alegría» y campañas con títulos como «buena iluminación», «zonas verdes en la
empresa», «educación popular», «departamento del ocio», o «belleza del
trabajo», todas ellas pensadas con una estratégica visión de futuro y para un
pueblo que salía de la miseria.
Entre tanto, Himmler recluía a medio millón de personas en
los veinte campos de concentración y los ciento sesenta campos de trabajo, y
eso sin incluir a los millones de judíos, polacos, prisioneros de guerra
soviéticos, sospechosos de semitismo y subversivos que pasaron por los campos y
perecieron en las cámaras de gas o fueron aniquilados por el trabajo. Primero
de forma clandestina, luego más abierta, el exterminio respondía a los
objetivos expuestos en Mein Kampf. Y también su política exterior; como
Mussolini, Hitler ayudó a Franco en su lucha contra la república. Luego
camufló, con el nombre de «lucha contra el bolchevismo», la alianza con los
dictadores. Al adherirse Japón, pudo amenazar la retaguardia de la Unión
Soviética, que, con Francia, eran sus mayores amenazas.
A fines de 1937 decidió reunir todos los países de lengua
alemana antes de que las potencias occidentales acabasen de rearmarse. Ante la
alarma del ala más conservadora del ejército, hostil a las SS, se deshizo de
Blomberg, Von Neurath y destituyó al comandante en jefe de la Wehrmacht, Von
Fritsch, acusándolo de homosexual, y al jefe del estado mayor Beck, asumiendo
él mismo el mando.
Seguro de la adhesión del Duce, en marzo de 1938 se apoderó
de Austria. En septiembre, con el miedo a la guerra a su favor y el
anticomunismo occidental, obtuvo la firma del Acuerdo de Munich, con lo cual
ganó una cuarta parte de Checoslovaquia. El 15 de marzo de 1939, ya organizada
la secesión eslovaca, puso bajo su protección a Bohemia-Moravia y ocupó Memel.
A partir de abril reclamó los distritos alemanes de Polonia, reforzó su alianza
con Italia mediante el Pacto de Acero del 22 de mayo y firmó el Pacto de Neutralidad
germano-soviética. El 1 de septiembre invadió Polonia, desencadenando la
Segunda Guerra Mundial.
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